Opinión
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El (incierto) futuro de la educación paraguaya

Eduardo Petta, el intocable; el ministro que tiene en sus manos el futuro de la educación paraguaya (Dibujos: NOVA).

Por Borja J. Ormazábal, docente y periodista

NOVA publica en una sola entrega los tres artículos del docente y periodista Borja Ormazábal sobre la educación paraguaya publicados por entregas en nuestro portal digital.

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El alumno que no sabía leer y el profesor que no llegaba a fin de mes

Si nos atenemos a la concepción rousseana de la educación, según la cual el hombre tiende naturalmente al bien, solo desea lo que pueda conseguir y la educación se debe limitar a extraer lo mejor de cada hombre, no deberíamos preocuparnos por las consecuencias que la pandemia pueda acarrear a nuestras nuevas generaciones: todo seguirá igual. Esta conclusión sería reconfortante para un país como Finlandia, en la cúspide de los rankings educativos internacionales, pero para nuestro país supondría algo así como mirar al cielo desde el fondo de un pozo, consolándonos pensando en que aunque no salgamos nunca, aún podemos seguir contemplando el luminoso azul del firmamento. Y seguiremos con la táctica del ñembotavy en un bucle infinito donde todo da igual y “no hay drama”.

Nuestros estudiantes de secundaria, a la cola mundial en competencias

Pero voy a susurrarles algo al oído a nuestros egregios responsables políticos: ni somos Finlandia ni siquiera “la Suiza de América”. Según datos del último informe Pisa-D, que mide las competencias de estudiantes de la Media, del año 2018, el 68% de nuestros alumnos no llegan a un nivel en el que puedan leer y entender literalmente textos simples o que les son familiares (por supuesto, ni hablamos de hacer inferencias -sentido figurado del lenguaje- o de contextualizar). Porcentaje que se dispara al 80% entre las clases menos favorecidas, pero que alcanza un sorprendente 42% entre el alumnado con más ingresos.

En matemáticas estamos peor. Es decir, teniendo en cuenta la paradoja existente en nuestro país de que buena parte de los matriculados de la UNA, universidad (casi) gratuita, procede de clases razonablemente acomodadas, nos encontraríamos con la conclusión de que una parte significativa de los estudiantes de la universidad pública, que nutre a nuestras élites políticas, no son unas luces…

“Ya sabemos que estamos mal”, barruntarán ofendidos esos políticos. Pues no lo parece. Se han publicado (y he escuchado en persona) en las últimas semanas declaraciones optimistas de políticos y empresarios del rubro educativo del tipo “nos encontramos ante una ocasión para alcanzar el futuro de la educación, que es a distancia” o “crisis es sinónimo de oportunidad”.

Pero lo cierto es que, salvo que uno crea a pies juntillas en la literalidad del mensaje leibniziano de que vivimos en el mejor de los mundos posibles (lo cual puede suponer un fatal estímulo a la indolencia tan frecuente en nuestra tierra guaraní), negros nubarrones de incertidumbre vienen cubriendo desde tiempo atrás nuestro precario sistema educativo. Y el coronavirus no va a hacer sino adelantar la tormenta.

Mi hija de casi 9 años es una privilegiada porque su colegio, una conocida institución educativa al sur de la capital, imparte 6 horas de videoconferencias diarias. Pero lo real dista mucho de lo ideal y lo cierto es que, entre repeticiones, retrasos y problemas de conexión (de profesores y alumnos), el tiempo efectivo de una clase de 45 minutos es, con suerte, de 15. De aquellos colegios que se limitan a enviar materiales por whatsapp huelga hablar, pues son los padres, en muchos casos ayunos de la necesaria formación, los que cargan con la responsabilidad de la educación escolar de sus hijos. Y qué decir de aquellas familias que tengan dos o más hijos en edad escolar y solo una computadora (si es que la tienen) en la que realizar los trabajos requeridos. El cambio del modelo educativo presencial al virtual no es la crisis que traerá la solución a nuestros problemas endémicos.

Profesores mal formados, peor valorados y pobremente remunerado

A la falta de formación básica del alumnado antes apuntada se une la del profesorado, una profesión poco valorada en nuestra sociedad. A este respecto, recuerdo una reunión social con miembros de la élite socioeconómica -no así cultural- del país en la que algunos de los padres hablaban de que los docentes no se forman, solo estaban por la plata, eran, en definitiva, un “desastre”. Estos comentarios rebelan un profunda ignorancia de unos profesionales que, a su pesar, no siempre están debidamente formados, son poco reconocidos socialmente y peor aún remunerados.

En mi experiencia como director de universidad en el Paraguay he conocido docentes de varias de las mejores instituciones privadas de nuestro país, quienes, para un salario que ronde los 5 millones de guaraníes al mes tienen que impartir una decena de materias en un viaje odiseico semanal entre distintas instituciones (existen normas de limitación de cátedras en nuestras universidades). El trasiego de desplazamientos de un profesional con este perfil, es, con todo, más llevadero que las horas de preparación y corrección que conllevan tal número de materias. ¿Qué ocurre al final? Que el docente no imparte la mejor clase posible, sino solo aquella que su limitado tiempo le permite impartir y que los exámenes son, muchas veces, multirrespuesta, más rápidos de corregir, pero que no permiten discriminar la excelencia de la mediocridad.

Sin estabilidad en el empleo es imposible dedicar el tiempo necesario a mejorar la metodología docente, la evaluación y la adaptación al nuevo modelo tecnológico online. Según el último informe panorámico de nuestro Ministerio de educación (MEC) de 2013 sobre universidades, el 79% de los docentes trabajaba por horas cátedra, es decir, son contratados por hora de clase. Los empleados por medio tiempo eran el 18% y apenas un 3% estaba contratado por tiempo completo. Como decían los acomodados contertulios de antes, un “desastre”.

Pese a estos inconvenientes hay un porcentaje de docentes bien preparados, sea por su talento innato, su propia capacidad de superación o por haber estudiado fuera de nuestro país, aunque, cuando les hablas del salario esbozan una sonrisa nerviosa. “Esto ni me paga el pasaje o la nafta”, te dicen algunos. Otros, rara avis, docentes vocacionales, le roban horas a su descanso o su familia para compartir su conocimiento, pero, en mi experiencia, son los menos.

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El muro burocrático y el acantilado digital

Hablábamos el otro día de nuestros pobres docentes, almas en pena sin prestigio social ni plata. ¿Quién sería el iluso que dijo “de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”?. ¡Hay que comer! y nuestro Estado a veces alimenta a sus ciudadanos para dejarlos luego morir de hambre. He aquí el surrealista caso (o de realismo mágico, mejor) de los becarios de BECAL, a los que el país paga su formación en bien consideradas universidades extranjeras, pero que se encuentran a su vuelta con trabajos no especialmente bien remunerados y, además, sin saber si podrán dar clase para revertir así el conocimiento adquirido, pues la normativa del CONES les exige (no se dice explícitamente que estén exentos) legalizar sus títulos, a la sazón, con tasas a partir de los 2 millones largos de guaraníes (la mayoría van a cursar maestrías, los grados son algo más baratos). Los más resilientes se quedan, resignados, otros, trascurrido el obligado período de 5 años, emigran a tierras más agradecidas con el conocimiento, ante la imposibilidad o la impotencia de cambiar los ineficaces -cuando no nepóticos- procesos de nuestra función pública.

Claro que peor lo tendría un profesor de la prestigiosa universidad inglesa de Oxford que por avatares de la vida (amor, destino…) fuera a parar a nuestro país, quien, para dar clase tendría que pagar casi 5 millones para convalidar su titulación… pero un licenciado en una universidad de “garaje” no tendría que pagar nada y sería el que al final, seguramente, acabara de profesor en una de nuestras universidades. Pero no todo iban a ser malas noticias: con suerte, en 6 meses el trámite estará finalizado, el título legalizado… y puede que el profesor ingles aún siga en el país. Otra cosa no, pero en Paraguay tenemos infinidad de normativas y procesos regulados hasta la extenuación. Que unas veces se cumplen y otras no, dependiendo del sujeto administrativo.

El “Chaco tecnológico”: déficit de formación y de Internet

Por otra parte, las competencias de enseñanza digital no se aprenden de la noche a la mañana. Les cuento mi caso: soy profesor de universidad y nuevo dando clase a distancia. Reconozco con pesar que, pese a poner en mi labor todo el empeño, subo al campus virtual de la universidad (de las mejor preparadas del país en esta área y, aun así, con problemas de saturación de la web) y no puedo hacer una discusión o debate como me gustaría, porque cuando interpelo a un alumno, entre que este responde o guarda silencio el hilo narrativo de la clase queda en suspenso; tardo segundos que se hacen eternos en poder compartir mi pantalla, el sonido de mi computadora a veces no funciona y, así, un largo etcétera de inconvenientes técnicos. Cuando mi bautismo como docente digital, dar clase online intentando mantener la misma calidad de mis clases presenciales se me antojaba como arrojarme al Iguazú desde la catarata más alta: no sabía si sobreviviría.

Otra pieza importante de nuestro puzle educativo postpandemia es la tecnología. Si atendemos a la homilía del ministro de educación ante el Senado el pasado mes de mayo no tendríamos de qué preocuparnos, puesto que se han formado 81.000 aulas virtuales y casi un millón de estudiantes están en la plataforma donada por Microsoft para las clases virtuales, amén de esperanzadores proyectos de futuro como miles de computadoras que llegarán a los que no tienen y escuelas que serán conectadas a Internet “en noviembre”. Ojalá todas estas ideas se hagan realidad, pero, aunque así fuera y el dinero llegara efectiva e íntegramente al fin destinado, no sería suficiente.

Nuestras carencias en infraestructura y tecnología son demasiado grandes. Nuestro país es aún un gran Chaco, un desierto digital. Aunque la señal de Internet para celulares en el Paraguay es buena (la velocidad, no tanto), la cobertura y la velocidad de conexión en los hogares, necesaria para el uso de computadoras (muchos contenidos es muy difícil impartirlos a través de celular), se encuentran entre las más bajas de la región, según estudios de organismos internacionales y de nuestro Ministerio de tecnología: en conexiones de alta velocidad estamos al final de la lista, al nivel de Venezuela. Hay que tener en cuenta, además, que, según un informe de mayo pasado de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) el aumento en el uso de plataformas digitales ha reducido las velocidades de conexión. Como se dice en mi pueblo: el Internet de nuestras casas va “a pedales”. Nuestra brecha digital es en realidad un acantilado.

La nueva normalidad: ¿regreso al pasado o salto al futuro?

Cuando la pandemia vaya remitiendo a nivel mundial y haya ya una vacuna (que a nuestro Paraguay llegará en algún momento, pero a buen seguro no inmediatamente) se nos plantearán tres opciones: vuelta a las clases presenciales, como siempre; instauración de un sistema mixto (lo que se conoce como blended-learning) o la implantación de un sistema predominantemente a distancia (e-learning). En un reciente informe la UNESCO anima a extraer lecciones de la crisis, a implantar un sistema híbrido que tome lo mejor de la educación presencial y a distancia y, además, da ideas concretas como realizar tutorías individuales o implementar grupos reducidos de estudiantes para buscar la nivelación del aprendizaje. Son bellas y bienintencionadas palabras, pero pueden resultar huecas para un país como el nuestro.

Implementar una educación total o predominantemente a distancia no es viable en nuestro país por las limitaciones técnicas y las competencias del profesorado ya aludidas en los artículos anteriores. Sospecho que muchas universidades volverán al sistema presencial tradicional, en la confianza de que no vuelva a producirse una crisis de la magnitud de la actual. Las que cuentan con más medios y que ya tenían plataformas virtuales desarrolladas tenderán a esa educación mixta o blended-learning, impartiendo la teoría a distancia y la práctica presencialmente, a distintos niveles (unas impartirán toda la teoría online, otras solo parte). La cuestión es si esa educación será eficaz. Tengo mis dudas, porque para eso hace falta inversión.

En busca de la plata perdida

Para realizar tutorías individuales y clases con pocos alumnos hace falta plata. Y el Gobierno no tendrá plata después de esta crisis. Y, si consultamos la hemeroteca, no tenemos la certeza de que la plata que llegue se emplee en el fin requerido. Y los empresarios de nuestras instituciones educativas privadas no creo estén dispuestos a reducir más sus márgenes de beneficio (al hilo de esta cuestión pienso en la curiosa paradoja -otra más- de nuestras instituciones de educación superior sin ánimo de lucro, cuyos propietarios, valiéndose de diversos subterfugios legales, acaban por lucrarse). Y porque los profesores no van a cobrar más, si acaso menos, ante la reducción de las matrículas que arrastrará la crisis económica en ciernes. Estos docentes, sin embargo, no trabajarán menos, sino más, pues el trabajo de e-learning bien hecho conlleva muchísima preparación de las clases. Y su motivación, por lo tanto, no será la óptima y solo aguantarán los que necesiten imperiosamente el trabajo, no los mejores.

Alumnos que no acaban, oportunidades que no existen

De este modo volvemos al otro pilar fundamental de nuestra educación, los alumnos. La recesión económica a la que nos encaminamos según todos los indicadores hará que muchos de nuestros estudiantes no puedan costearse sus carreras. Además, está el problema de la deserción estudiantil. Según el trabajo de nuestro Ministerio de educación (MEC) de 2013 sobre instituciones de educación superior, la diferencia entre matriculados y egresados en el año 2001 era del 8%, mientras que en el 2011 se situaba ya en el 183%. Hoy se estima que solo 1 de cada 10 universitarios culminan su estudios. Los alumnos no pueden acabar sus carreras bien por motivos económicos (en mi experiencia, el principal), bien por falta de competencias, pues el nivel que traen de los colegios es el que indica el último informe Pisa-D, del año 2018, es decir, insuficiente, amén de otras causas de menor incidencia.

Por otro lado, la baja movilidad social (en su sentido vertical, de ascensor que hace que a través de la formación una persona pueda tener un empleo mejor, ganar más dinero) que existe en nuestro país hace que muchos alumnos desistan de emprender sus estudios universitarios o hacerlo solo por “el cartón” que les piden en sus trabajos. Según el último Índice Global de Movilidad Social realizado por el Foro Económico Mundial, Paraguay se sitúa en la posición 69ª de 82, solo por delante en nuestra región de Honduras y Guatemala.

Cómo salir del pozo

Alguien me acusará de pesimista, intentaré convencerle de lo contrario. ¿No hay nada que se pueda hacer, entonces? Sí se puede. Se puede reformar la ley para que el ánimo de lucro de nuestras universidades se fiscalice realmente, imponiendo sanciones de elevada cuantía a aquellas instituciones que defrauden la norma. Se pueden establecer subvenciones directas del Estado para la remuneración del profesorado universitario e incrementar así sus emolumentos. Realizar un plan gubernamental de atracción del talento docente de fuera del país (sean connacionales o extranjeros) como se hizo en países de nuestro entorno, como, por ejemplo, Ecuador. Diseñar proyectos de formación del profesorado (a todos los niveles, desde primaria a la universidad) impartidos por profesionales de capacidad contrastada (los nacionales que haya, que los hay, y de otros países). Podemos establecer un sistema de becas con aportaciones del Estado, empresas e instituciones educativas privadas para alumnos que acrediten una media aceptable de calificaciones para que su trayectoria académica no se trunque por motivos económicos.

Ahora bien, para todo esto necesitaríamos unos políticos responsables, algo que requiere de una buena dosis de optimismo, por no decir ingenuidad. Confío, sin embargo, en que esto cambie, pues aunque no se le puede pedir a un político que sea talentoso, sí se le debe exigir que sea honesto. Y fíjense si soy realista que coincido con Mark Twain en que la honestidad es la mejor de las artes perdidas. A aquel que no la encuentre el pueblo paraguayo debería enviarle río abajo, rodeado de tanta agua como plata da nombre al cauce y poder decir así que el dinero le arrastró a la mar, que es el morir, como a los conquistadores españoles les perdió la avaricia de encontrar nuestro Mba'e vera guasu, creyéndolo el legendario “El Dorado”.

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