Opinión
El (incierto) futuro de la educación paraguaya (I)

El alumno que no sabía leer y el profesor que no llegaba a fin de mes

El alumno que no sabía leer y el profesor que no llegaba a fin de mes (Dibujo:NOVA).

Por Borja J. Ormazábal (Docente y periodista)

Si nos atenemos a la concepción rousseana de la educación, según la cual el hombre tiende naturalmente al bien, solo desea lo que pueda conseguir y la educación se debe limitar a extraer lo mejor de cada hombre, no deberíamos preocuparnos por las consecuencias que la pandemia pueda acarrear a nuestras nuevas generaciones: todo seguirá igual. Esta conclusión sería reconfortante para un país como Finlandia, en la cúspide de los rankings educativos internacionales, pero para nuestro país supondría algo así como mirar al cielo desde el fondo de un pozo, consolándonos pensando en que aunque no salgamos nunca, aún podemos seguir contemplando el luminoso azul del firmamento. Y seguiremos con la táctica del ñembotavy en un bucle infinito donde todo da igual y “no hay drama”.

Nuestros estudiantes de secundaria, a la cola mundial en competencias

Pero voy a susurrarles algo al oído a nuestros egregios responsables políticos: ni somos Finlandia ni siquiera “la Suiza de América”. Según datos del último informe Pisa-D, que mide las competencias de estudiantes de la Media, del año 2018, el 68% de nuestros alumnos no llegan a un nivel en el que puedan leer y entender literalmente textos simples o que les son familiares (por supuesto, ni hablamos de hacer inferencias -sentido figurado del lenguaje- o de contextualizar). Porcentaje que se dispara al 80% entre las clases menos favorecidas, pero que alcanza un sorprendente 42% entre el alumnado con más ingresos.

En matemáticas estamos peor. Es decir, teniendo en cuenta la paradoja existente en nuestro país de que buena parte de los matriculados de la UNA, universidad (casi) gratuita, procede de clases razonablemente acomodadas, nos encontraríamos con la conclusión de que una parte significativa de los estudiantes de la universidad pública, que nutre a nuestras élites políticas, no son unas luces…

“Ya sabemos que estamos mal”, barruntarán ofendidos esos políticos. Pues no lo parece. Se han publicado (y he escuchado en persona) en las últimas semanas declaraciones optimistas de políticos y empresarios del rubro educativo del tipo “nos encontramos ante una ocasión para alcanzar el futuro de la educación, que es a distancia” o “crisis es sinónimo de oportunidad”.

Pero lo cierto es que, salvo que uno crea a pies juntillas en la literalidad del mensaje leibniziano de que vivimos en el mejor de los mundos posibles (lo cual puede suponer un fatal estímulo a la indolencia tan frecuente en nuestra tierra guaraní), negros nubarrones de incertidumbre vienen cubriendo desde tiempo atrás nuestro precario sistema educativo. Y el coronavirus no va a hacer sino adelantar la tormenta.

Mi hija de casi 9 años es una privilegiada porque su colegio, una conocida institución educativa al sur de la capital, imparte 6 horas de videoconferencias diarias. Pero lo real dista mucho de lo ideal y lo cierto es que, entre repeticiones, retrasos y problemas de conexión (de profesores y alumnos), el tiempo efectivo de una clase de 45 minutos es, con suerte, de 15. De aquellos colegios que se limitan a enviar materiales por whatsapp huelga hablar, pues son los padres, en muchos casos ayunos de la necesaria formación, los que cargan con la responsabilidad de la educación escolar de sus hijos. Y qué decir de aquellas familias que tengan dos o más hijos en edad escolar y solo una computadora (si es que la tienen) en la que realizar los trabajos requeridos. El cambio del modelo educativo presencial al virtual no es la crisis que traerá la solución a nuestros problemas endémicos.

Profesores mal formados, peor valorados y pobremente remunerados

A la falta de formación básica del alumnado antes apuntada se une la del profesorado, una profesión poco valorada en nuestra sociedad. A este respecto, recuerdo una reunión social con miembros de la élite socioeconómica -no así cultural- del país en la que algunos de los padres hablaban de que los docentes no se forman, solo estaban por la plata, eran, en definitiva, un “desastre”. Estos comentarios rebelan un profunda ignorancia de unos profesionales que, a su pesar, no siempre están debidamente formados, son poco reconocidos socialmente y peor aún remunerados.

En mi experiencia como director de universidad en el Paraguay he conocido docentes de varias de las mejores instituciones privadas de nuestro país, quienes, para un salario que ronde los 5 millones de guaraníes al mes tienen que impartir una decena de materias en un viaje odiseico semanal entre distintas instituciones (existen normas de limitación de cátedras en nuestras universidades). El trasiego de desplazamientos de un profesional con este perfil, es, con todo, más llevadero que las horas de preparación y corrección que conllevan tal número de materias. ¿Qué ocurre al final? Que el docente no imparte la mejor clase posible, sino solo aquella que su limitado tiempo le permite impartir y que los exámenes son, muchas veces, multirrespuesta, más rápidos de corregir, pero que no permiten discriminar la excelencia de la mediocridad.

Sin estabilidad en el empleo es imposible dedicar el tiempo necesario a mejorar la metodología docente, la evaluación y la adaptación al nuevo modelo tecnológico online. Según el último informe panorámico de nuestro Ministerio de educación (MEC) de 2013 sobre universidades, el 79% de los docentes trabajaba por horas cátedra, es decir, son contratados por hora de clase. Los empleados por medio tiempo eran el 18% y apenas un 3% estaba contratado por tiempo completo. Como decían los acomodados contertulios de antes, un “desastre”.

Pese a estos inconvenientes hay un porcentaje de docentes bien preparados, sea por su talento innato, su propia capacidad de superación o por haber estudiado fuera de nuestro país, aunque, cuando les hablas del salario esbozan una sonrisa nerviosa. “Esto ni me paga el pasaje o la nafta”, te dicen algunos. Otros, rara avis, docentes vocacionales, le roban horas a su descanso o su familia para compartir su conocimiento, pero, en mi experiencia, son los menos.

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